miércoles, 8 de agosto de 2007

Iluminado por su propia luz

Extendió un ademán de alegría, satisfacción y profunda admiración al ver y sentir el calor de esa llama. Sintió que se completo el vacío interior que llevaba y que el camino definitivamente lo había llevado a buen puerto.

Se arrepintió de las veces en que había desagradecido sus posibilidades y rogó perdón a Dios por su pesimismo. Una suerte de felicidad completa recorrió sus venas y se aventuró a recorrer un mundo al que ya había vencido.

Se irguió feroz en las ruinas de aquel pobre espacio que ya no le pertenecía y la llama se acrecentó, doblegó su poder y venció todas las adversidades. Entonces supo que era su propio destino el que se le había presentado y ya no temió más a la muerte.

Se fortaleció.

Llamó a los ángeles del infierno tan sólo para ridiculizarlos ante su inmenso poder y quemarlos con su llama, aún más ardorosa que las llamas del foso. Pero también se cruzó con la mesura y la humildad; Supo demostrar que ese mundo cruel al que había pertenecido también había fallado.

Cada noche, miraba casi hipnotizado ese rostro y se dormía, iluminado por su propia luz, esperando despertar para seguir contemplándola; para seguir mirándola sin verla; para rezarle sin persignarse; para amarla sin cuerpo y verterse en ella una vez derretido por su calor.

Pero ¿qué pasa cuando lo invencible es derrotado?, ¿qué pasa cuando los sueños se hunden o una esperanza se frustra?

El calor del alma se enfría, pero no es el final porque aún queda lucha por combatir.

De esta tan inexplicable manera, casi dolorosa y plena de de sentimientos inesperados, los vientos comenzaron a soplar, las lluvias ahogaron los gritos desesperados, el calor inundó los cuerpos, las mentes se consumieron puras en un lago de temor. Y el ardor de las llagas se extendió a todo el cuerpo.

Sin mentir, sin negar su derrota, con la valentía de los guerreros del corazón y la altura de las más grandes altezas, la llama se extinguió sin despedirse.

Él entendió la derrota y agradeció a aquella llama todo lo que le enseñó. No intentó volver a prenderla, no pidió ayuda para resucitarla. Simplemente lloró con la fuerza del alma, con la dignidad de quien se arrepiente, con el peso de la indiferencia y la impotencia en sus hombros.

Y seguirá llorando por el resto de sus días, porque comprendió que lo único que podía hacer en este mundo que no le concedía revancha ante las derrotas era pelear contra las ausencias, enfrentarse a la muerte.



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